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Afuera no deja de llover, adentro tampoco.

La zona de comida rápida estaba llena: llena de olores, repleta de bullicios, atiborrada por la gente.  En mi mesa con dos sillas vacías se acercó a preguntar sí podía compartir el espacio.  Puso su bolsa debajo de mi casco, le ayudé a acomodar sus alimentos y comenzamos a charlar.  No sabemos aún nuestros pesares, no sabemos nuestras pasiones ni alegrías, no conocemos de qué lado de la cama nos gusta levantarnos; ni sí nos importa o no dejar residuos de crema tras cepillarnos los dientes.  No sabíamos casi nada y no importaba lo que las palabras nos intentaran decir acerca  de nosotros mismos; pues su función ahora era neutralizar el ruido del medio ambiente hasta dejar de ser molesto, hasta lograr identificar la charla del vendedor de seguros de la mesa de enfrente, hasta darle paso poco a poco a la música de fondo que armonizaba con la suavidad de su voz.  Terminamos de comer y de charlar; yo sólo quería decirle gracias, porque su encuentro fue el encuentro más reconfortan